palabras de Álvarez de Quindos, desde 1774, cuando Manuel Serrano sustituye definitivamente a Marquet como director de las obras de Aranjuez, la finca funciono como “semillero, vivero o criadero de todas las especies” empleadas en los completísimos plantíos utilizados en los “jardines, huertas y paseos del Bosque Real” de Aranjuez, pero también de Toledo, el Prado de Madrid y el camino del Pardo. Además, siempre que se obedecieran ordenes del rey, estos viveros proporcionaban los plantones gratuitamente a cuantos particulares lo solicitasen.
Sin embargo en 1822 la Casa de la Montaña estaba arruinada “e inútil” (consecuencia con seguridad de las destrucciones producidas tras la ocupación francesa) y el Consistorio la solicitaba a Fernando VII para dedicarla, tras las correspondientes obras, a capilla del cementerio que deseaban instalar en sus tierras, que igualmente requerían del monarca y que eran así descritas: “Un lugar el más a propósito por su distancia a un cuarto de hora, por su altura aislada y descubierta por su situación al Norte de este Real Sitio y por su seguridad de incomunicación con las aguas potables”. Aunque el rey acabaría dando su consentimiento y el 22 de octubre asentía oficialmente a la demanda, la desaparición del Ayuntamiento como institución municipal paralizaría tales planes que, como señala Ángel Ortiz, hubieran podido entrar en colisión con el funcionamiento de la casa de Vacas, ligada a la Real Cocina.
Quizá reparada posteriormente, lo cierto es que en 1869, Cándido López y Malta la conceptuaba como una casa de guardas, y cuatro años después, en 1873,y tras la renuncia al trono y salida de España del rey Amadeo I de Saboya ( con el que se había tratado de volver al régimen monárquico finalizado con la instauración de la 1ª Republica, que siguió a su vez al destronamiento de Isabel II mediante la acción revolucionaria de “La Gloriosa”, en 1868), la finca y la casa de la Montaña salieron a subasta. Se consumo así la tendencia desamortizadora de los bienes de la Corona que caracterizo la segunda mitad del siglo XIX, plasmándose en leyes sucesivas que permitieron las ventas parciales de los mismos.