El interior, pintado, cuyo diámetro entre barreras era de 210 pies, constaba de una balconada cuyo número de palcos cambiaría con el tiempo y las sucesivas reformas, pues a mediados del siglo se cuentan 72 y en 1869, Cándido López y Malta los cifra en 99, de ellos destacaba el principal, cuyo frontispicio aloja las armas reales sostenidas por dos famas. Un total de once escaleras, comunicaba los ámbitos internos del recinto a través de tres galerías de circunvalación. Dos ejes virtuales unían las puertas principales: el eje este-oeste la de Toriles y la del Arrastradero, dando todas acceso directo al ruedo. Debe resaltarse la sutileza del trazado poligonal y el porche saliente enmarcado el acceso de la Corte conocida como puerta de Caballeros o puerta de Reyes, situada al sudoeste y no inserta en ninguno de los dos ejes descritos, que daba acceso directo al Palco Real y se cubría, a modo de pabellón, con tres faldones sobre postes de madera apoyados en basa pétreas y dispuestos bajo zapatas en ménsulas.
Desde 1805 el coso apenas se utilizaba y de nuevo una Real Orden vino a suspender las corridas, acompañándose de la recomendación –que se desoyó- de desmontar la estructura interior de madera con objeto de evitar su deterioro por los rigores climáticos, por eso, ya se encontraba otra vez en muy mal estado cuando en 1809, fecha cercana a la batalla de Ocaña sostenida contra los franceses, que entonces ocupaban el edificio y sus inmediaciones, un incendio lo arrasó, sobreviviendo el grueso muro exterior y la potente bóveda que estribaba los tendidos en contraste con la pérdida de los dos niveles que alojaban los palcos y su cubierta, así como las decoraciones procedentes del Teatro que, al estar cerrado, se guardaban en las galerías de la plaza.
La reedificación que siguió al incendio fue obra del aparejador real y contratista José Díaz, “Josito”, al que también se le arrendaba el coso por dos años. Fernando VII ordenaría la reparación de los daños ante las presiones que venía sufriendo de parte del Ayuntamiento, ya que la situación de la plaza era deplorable, habiéndose convertido en refugio de mendicantes y gentes de mal vivir, lo que obligó previamente a tapiar los vanos de la planta baja, pero sobre todo, la intervención –como apunta Magdalena Merlos- se abordaba dentro de un plan más ambicioso que había comenzado unos años antes y tenía como objeto la paulatina recuperación de los edificios más singulares del Sitio, y ello pese a que la plaza de toros siempre iba a ser considerada, tanto por la Corona primero, cuanto por la administración del Estado después, como de carácter secundario y relativo valor.
Inauguraba en 1829 según rezan las inscripciones situadas bajo los escudos de armas del palco regio y de la puerta principal, siguiendo el modelo de la instalada en la madrileña Puerta de Alcalá y la primera corrida tuvo lugar el 27 de abril de 1830. El coste de la obra, que consistieron en un revoco exterior