Ribereños
María Esteban y Farramuntana
El Tío Calores
Pags. 41-45
Una mañana fría de otoño, Carlos que había sucedido a Marcial en el puesto de Jefe de Guardas y lucía mostacho en honor de su mentor, recibió una carta oficial en la que se le comunicaba que a un artista, un tal Santiago Rusiñol, se le había otorgado permiso para entrar a pintar en los jardines. Privilegio que estaba reservado a los invitados Reales y normalmente en presencia de los Monarcas.
El Sobreguarda, disciplinado por encima de todo, nada objetó mentalmente al mandato que venía casi directo de la Regenta. Al fin y al cabo, aquella Señora había logrado una mayor estabilidad en el país, aunque también había tenido ocurrencias con las que Carlos no comulgaba, como la del sufragio universal.
La semana siguiente, el día indicado y a media mañana, un carruaje se presentó en la entrada principal del Jardín del Príncipe: la puerta del Embarcadero. En él distinguió Calores a un hombre elegante, claramente perteneciente a una familia muy acomodada, pero con un aire distinto al de los ricos del pueblo. Debía ser ese pintor con nombre de pájaro. Le recordaba a extranjeros que había visto en fotografías, en una revista que algún miembro de la Realeza había olvidado en un banco del jardín del parterre y él pudo hojear.
Era un sujeto de edad similar a la de Carlos, aunque lucía ya bastantes canas en una abundante cabellera y otras tantas en bigote y barba, ambos señoriales. Excluido el cochero, iba solo en el vehículo, aunque acompañado de innumerables bártulos y maletas supuestamente necesarios para su actividad artística.
Hacia las dos, Calores se puso a buscar al pintor por el Jardín con la intención de preguntarle si precisaba algo. La carta recibida daba claras instrucciones sobre el trato exquisito debido al invitado. Le encontró al borde del estanque chinesco, donde estaba mirando fijamente al templete de las columnas de mármol verde. Tenía un cuadro en blanco apoyado en una especie de trípode, una tablilla llena de pegotes de pintura en una mano y un pincel muy fino en la otra.
Carlos nunca había visto a un pintor trabajando, aunque sí bellos cuadros en la iglesia de Alpajés y también en el Palacio Real o en la casita del labrador, en las contadas ocasiones en las que pudo entrar en ellos por motivos de servicio. Siempre le había admirado que alguien pudiese capturar y reflejar las imágenes de esa manera tan perfecta, a veces con belleza superior a la de la propia realidad.
Se quedó tras él a distancia prudencial, temiendo sacarle del estado de extrema concentración en que parecía estar sumergido. Pero el artista, dotado de una sensibilidad especial, se dio pronto cuenta de que no estaba solo. Giró lentamente su cabeza leonina y mirando de frente a Carlos, le saludó:
- Buenos días - que a Calores le sonó extraño en la pronunciación y algo más corto, más bien parecido a “bon día”.
- Buenos días – respondió Carlos -, venía a preguntarle si necesita algo. Supongo que a estas horas tendrá usted un poco de hambre, que la temperatura así lo propicia. Si lo desea, puedo traerle alguna cosa de comer del pueblo. Con el caballo no tardaré mucho.
- Te lo agradezco, pero no te preocupes, cuando trabajo no tengo otra necesidad que la de pintar. Tú también deberías estar comiendo. ¿verdad?
- Sí que es buen momento, pero yo no necesito ir muy lejos. Tengo aquí algo de comida fría preparada por mi mujer, en una fiambrera, y con ello me apaño hasta la hora de la cena. Tortilla de patata y pimientos fritos. Si Usted gusta…
- Pues la simple mención de tus provisiones me acaba de abrir la gana. Venga esa truita y los pebrots, que supongo estarán acompañados de vino – dijo Santiago, sonriendo y utilizando nuevamente palabras que Carlos entendía a pesar de ser tan diferentes a las suyas – dichoso tú que tienes esa mujercita que te cocina. Yo también estoy casado, pero soy demasiado bandarra para pasar todo el tiempo con mi esposa y mi hija. Aunque sean ellas las que me cuidan cuando esta mala salud que tengo me da guerra, que es demasiado a menudo.