Segundo viaje de novios de Santiago Rusiñol…..
Ha venido a Madrid y Aranjuez
para celebrar sus bodas de oro
con su compañera la paisajista doña Luisa Denis.
UN MARIDO VANGUARDISTA
Yo acompaño a D. Santiago Rusiñol por Madrid – en esta escapada estudiantil que ha hecho a la Corte al cabo de nueve años de vivir retirado en el Olympie Bar del Paseo de Gracia – porque me enseñó a quererle, hace ya mucho tiempo, un amigo inolvidable: el escultor Julio Antonio. Le acompaño; escucho sus palabras de jovial sabiduría; venero en silencio la plata alegre de sus canas y… le oculto cuando me permite mi devoción el sincero respeto que me inspira su obra y su vivir de artista. Le disimulo mi respeto, porque aprendí bien a quererle –comprendiéndole-, y sé que si se supiera rodeado de discípulos y no de camaradas, envejecería definitivamente. Tan cerca de él he vuelto a estar estos días, en Madrid y en Aranjuez, en el Retiro, y en los jardines -¡sus jardines!- del Real Sitio, y en todos los cafés de una y otra villa; tanto se ha escrito de él nuevamente, se le ha interviuvado tanto –desde que Cesar González-Ruano, el primero, trajo de Barcelona recientemente un avión repleto de cuadernos con notas para cien reportajes interesantes sobre Santiago Rusiñol-, que cuando he de fraguar el mío, le miro perplejo y apenas si sé lo que preguntarle. Por empezar de algún modo, le interrogo a la manera clásica:
-¡Cuál ha sido el objeto de su viaje, D. Santiago!...
Y aquí de mi sorpresa.
-¡Hombre! Esa es una pregunta que nadie me había hecho. Sin duda, porque todos suponen que he venido a Madrid a presenciar la exhumación de Vida y dulzura, y que he ido a Aranjuez a despedirme de sus jardines… Pues no es así: Luisa y yo hemos venido concretamente en segundo viaje de novios. ¡No ha observado usted que no me separo de ella!
Los ojos grises –bondad, inteligencia- de doña Luisa Denis –pequeñita, discreta; más orgullosamente diminuta, junto al buen mozo de su marido- brillan satisfechos de la larga conquista.
-Es decir… Que están ustedes en plena luna de miel…
-¡Plenilunio del Himeto!..., como habría dicho, para burlarse un poco de nosotros, el viejo Peyas. (Pompeyo Gener, compañero inseparable en riesgos y venturas de Santiago Rusiñol, como lo fueron desde la mocedad Ramón Casas. Joaquín Mir, Ignacio Iglesias…) Hemos hecho esteviajecito a la Corte, como todos los recién casados de provincias, para festejar nuestras bodas… de oro.
-¡Cómo! Pero si sólo tenía usted veinticinco años cuando se casó…
-Sí. ¡y qué!...
-¡No tiene usted ahora sesenta y ocho!...
-Según la partida de bautismo, los tengo.
-Luego… Le faltan siete para las bodas de oro. (Aritmética elemental)
-Y eso que tiene que ver! ¡No sabe usted que soy un marido vanguardista! ¡Por qué he de esperar tantos años para celebrar una alegría! Me adelanto al porvenir, y la celebro ahora… Además, que cuando llevemos medio siglo de casados, mi Ford de ahora está nuevecito no nos servirá para el viaje.
EL OTOÑO, LA PRIMAVERA Y LAS GAFAS
Estamos en Aranjuez, los recién casados; el coronel del Regimiento de Caballería de María Cristina –a quien D. Santiago llamará siempre el capitán, galante y justiciero para su buen ver- , Enrique –un manchego listo y redicho, que fue muchos años el escudero del pintor en sus andanzas por los jardines reales-; Gorrán el dibujante –a quien D. Santiago tutea, estima y alienta en su carrera-; Monolo Font-devila –que ejerce en Madrid el consulado cordial de todos los artistas bohemios de la capitalidad catalana- y yo. Estamos en un café, naturalmente. El Café de la Unión –que no es “adonde iban Curro Cúchares, y El Tato y Juan León”- sino el que D. Santiago frecuentó siempre, durante más de cuatro lustros, en primavera y en otoño. Pantalones de pana, bufandas, gorras encasquetadas hasta las orejas, jazz-band infernal de vajillas de cine –la madera, las tacadas, tremendas de billar pueblerino-; en la gramola de bar, peteneras y fandanguillos… -Cante flamenco, D. Santiago...
-¡Nada de cante flamenco! Cante j’hondo. ¡Ese es único cante!