majar que prefiere, y una botella de cerveza. Mientras yanta, halaga con su mano al gato de la fonda, grueso como un canónigo. En los postres enciende un puro y reposa unos instantes, mirando cómo se desriza el tenue hijo de humo azul.
Y vamos al jardín del Príncipe. Hay una paz mágica. Las largas avenidas que la humedad tornasolo con líquenes, alejándose por un túnel gigantesco de álamos centenarios. El cielo extiende la delicadeza de sus gasas y su cristal. Rueda el bermejo Tajo rumoreando en los cañaverales. En las tazas de alabastro lozanean las canastillas de flores; piruetea el agua; el siglo XVIII muéstrese con una última coquetería, sustentada en la rocalla. A lo mejor vuela un faisán; deslumbra con su japonesa intensidad de tonos. Llega de remoto paraje el tintineo de instrumentos agrícolas. De cuando en cuando suena el escopetazo que dispara un cazador. A veces se descubre la figurilla de un guarda, con un cesto de pomas. El aire huele a verdura sombría, con un perfume acre. De la vecina carretera álzanse a intervalos nubes de polvo, y el sonajeo de las diligencias, como en tiempos de Carlos IV y de Godoy. Existe en el jardín un trozo en que un lago mustia su linfa bajo la costra de las ninfeas y el moho. Un templete griego refleja en la inalterable lámina sus columnas, que el ambiente trocó de mármol en ámbar. Encorvase pálido sauce y moja sus ramas sutiles. Allá al fondo, una ringla de cipreses enfoscan el cuadro, lo enlutan con su velludo inmóvil. Quizá, espatarrándose en los juncos, una despreciativa rana se mofa con su lento croar de la emoción que inspira aquella decadencia noble y sentimental…, ¿A dónde huisteis, claras risas de mujer, mujer de la cabellera empolvada, de la nuca con la cinta roja, de la rosa en el descote, mujer nacida de la porcelana y habiendo por cuna un clavecín?
Santiago Rusiñol se instala con su caballete de campo y principia a flotar la tela nerviosamente. No habla. El cigarro apagase según su voluntad. Los pómulos del maestro poco a poco se encienden, brillan, deben de arden. Si en el furor del trabajo los dedos se tiznan, recoge la mancha el vestido, Y vuelta a policromar el lienzo y la búsqueda de la armonía. Así nos sorprende el crepúsculo. Todavía Rusiñol se mantiene con la paleta al pecho, los ojos entornados… Ya no escudriña el natural; en alas de su lirismo, el artista inventa, engrandece, espiritualiza, falsea por encontrar la verdad. Rusiñol denomina esta parte “los latiguillos”: la frase podría servir de divisa a una escuela.
Un esquilón que agita el portero nos decide a partir y desandamos las solitarias avenidas que se preparan pudorosas, a bañarse en el impalpable bálsamo de la luna. El hotel, la antigua casa del amante de María Luisa, destaca su mole en el cielo estrellado, y varias de sus ventanas marcan un cuadro de lumbre. Conforme ascendemos la escalinata con sus pasamanos de nogal, acuden a los labios las tonadillas de la época de los postillones. Un incidente en la red eléctrica contribuye a aumentar la nostalgia que sentimos. Se cena entre faroles viejos, formando un grupo digno de las violencias de Rembrandt. La lista revive los versos de Baltasar del Alcázar. Y de pronto arriban unos viajeros, dos gabachos, forrados de pieles, que nos examinan con ojos que no olvidaron aún las páginas de Merimée y de Teófilo Gautier. ¡Oh, visión admirable de tinieblas y llamas y llamas, terror y audacia, chasquidos extraños y una tova abajo, en el corral, en cuyas piedras cocean los caballos de los franceses! Con todo esto se lograría una aguafuerte bien vigorosa…
La noche transcurre, para nosotros, en un casino; atravesamos unas cuantas salas, vacías y en sombra. El inconfundible son de las monedas que rebotan sobre un tapete, guíanos a una cámara, y allí, envuelto en la bruma que producen los fumadores, al fulgor cansino de los quinqués contemplamos un castizo y recio espectáculo. Amarillentos hidalgüelos, mofletudos hacendados, varios donceles con mostachos a la borgoñesa y de un señaladísimo tipo militar; los cazurros de los mirones rodean una mesa tapizada de franela y con cantidad de ceniceros en que se amontonan restos de los cigarros consumidos febrilmente. Se escucha el rozar de las bruñidas cartas, como en el circo, en un segundo emocionante, oyese el temblor de los alamares que lucen los toreros… Meissonier fijo el alma del siglo versallesco con su tablita “El juego de ajedrez”. ¿Cuándo eternizara Zuloaga ese asunto tan español, la partida de monte?
Ya alardean los gallos y se esclarece el firmamento a la hora de retirarnos al hotel los dos noctámbulos. Santiago Rusiñol calase los lentes, descaperuza la pluma y se dispone a continuar El indiano.
Federico GARCIA SANCHIZ