Miercoles, 13 Diciembre 1911
LA NOCHE
DE CERCA indiscreciones
Luego de tres años de ausencia, Santiago Rusiñol vuelve a Madrid. Otra vez su elevada estatura, que corona el chambergo garibaldino, despierta en las calles una pintoresca curiosidad. Las revueltas barbas, los rizados cabellos, las menudas pupilas que acarician, el cigarro siempre humeante, la chalina con sus volutas y las homéricas carcajadas del autor de L’alegria que passa, tornan a decorar con gusto montmartrense las cervecerías, al anochecer. Mariano de Cávia hallo al fin quien le acompañase e sus chácharas nocturnas de “La Central”. En cuanto llegó Rusiñol, organizó Enrique Borrás sus sábados “sacrílegos”, zambras artístico-literarias que acaecen en los reservados de “Los Gabrieles”, después de la función en el Español; asistimos a la primera fiesta Borrás, Rusiñol, Miguelito Rodenas, Martínez Sierra, el caricaturista Bagaría y el que suscribe, según se suele decir. Posee el “champagne” esa virtud de exaltar por nadie desconocida, y nosotros dedicamos el amanecer a discutir, casi a puñetazos, graves puntos de estética. Santiago Rusiñol, en las raras pausas, alzando los brazos al cielo, murmuraba: “¡Bendito sea Dios; qué buen vino tenemos todos!...”
Jacinto Benavente viste como la generalidad de los mortales: un abrigo campanudo y un sombrero hongo Pío Baroja lleva un pañuelo al cuello y simples trajes obscuros. Valle Inclán ya cortó sus melenas, ¡a causa de una enfermedad del estómago!, y se enfunda en negro y liso hábito. Eduardo Marquina, cada día más rollizo y colorado, cruza por delante de los cafés con un paquete de queso y trufas para el almuerzo Azorín usa bigote y arrinconó el “monocle” y el paraguas episcopal. El mismo Miguel de Unamuno, que popularizo su costumbre de no gastar corbata, accedió a la moda hasta el extremo de lucir su chaleco fantasía… Sólo Rusiñol persiste en el figurín que adopto en su juventud. Parecía Santiago una copia de Alfonso Saudet. Ahora se maneja un personaje de las novelas de este amadísimo escritor: acaso visita el estudio de Felicia Ruys, El Nabab; si no, danza y bulle en algún capítulo de Sapho. Encarna Rusiñol el tipo de artista imaginado por las multitudes. Es arrogante y despreocupado, persigue la frivolidad, ocurriéndole románticas aventuras, abundan en su historia los gestos, no se cuida de los sastres, ha fumado en pipa, bebe ajenjo, ríe a carcajadas.
La ráfaga de familiar exotismo que Santiago Rusiñol introduce en la dormida existencia provinciana, no le abandona en Madrid. Camina Santiago distraído, lanzando el humo de tabaco, como una estela. Al verle pasar, las gentes evocan lo romántico de la bohemia, lamentan su propia libertad perdida, le envidian, quieren adivinar el misterio de un vivir que sospechan tejido con laureles y rosas. Para los muchachos que no perdonan a Espronceda su delito de perorar en defensa del algodón, ni a Martínez Ruiz la honda culpa de politiquear, Rusiñol encierra el valor de un símbolo, y se proponen imitarle en la indumentaria y en la rectitud de su destino. Sin duda no les convenció la frase de “Alejandro Miquis”, que escribe: “los caracteres han de ser poliédricos”.
Viene Santiago Rusiñol a estrenar un drama que se titulaba, hasta ayer, El indiano, y que hoy todavía no se llama de ningún modo. Borrás lo presentará el día 20. Compuso Rusiñol ña obra en Aranjuez, con recuerdos de su viaje al Plata. Las cuartillas, recio papel de barba cortado por la mitad, fueron llenándose en el develo de las noches pueblerinas, y en el trayecto del sitio real a la villa y corte; en sus frecuentes excursiones, Rusiñol se encarama a las butacas del coche para alcanzar la mortecina farola, y arrullado por el ruido de los herrajes, adereza artículos y comedia al correr de la pluma Walman. La tarde está dedicada a la pintura. La mañana, al sueño…
He compartido con Rusiñol un cuarto del hotel Pastor, en Aranjuez. Desde que mi ilustre amigo se levantaba de dormir, a las catorce, yo seguía su ruta, por demás interesante. Santiago Rusiñol acaba de desperezarse releyendo la labor de la velada. En seguida echase a los hombros la chaqueta, no sin obstáculos a causa del revoltillo habitual en su alcoba. Convoca la campana a comer. Junto a los balcones, de amplios vidrios arcaicos, que no estorban el camino de las franjas del sol, ese sol tibio del invierno, más blanco y dulce en el silencioso lugar de los jardines, Santiago se acomoda ante un solariego cocido,