espaciaba en distintos años, se ha de repetir más regularmente con Carlos IV, del que hay referencias de haberlas concedido en los años de 1794, 1796 y 1798, al declinar el mes de junio respectivo, al término de las jornadas.
En la concesión de este don hay una nota coincidente, con el fin de evitar las enfermedades inherentes a la “intemperie” del verano: si se produce la ausencia de los altos empleados, no se da, como se dijo antes, la dejación al puesto de trabajo, el abandono de sus responsabilidades y tareas. Solamente el marques de Valdeguerrero, gobernador en los primero años de reinado de Fernando V, se tomaría vacaciones, ciertamente larguísimas, abandonando arbitrariamente su cargo, a juicio de algunos dignatarios de aquella época…
Ante este clima azaroso, los reyes sienten preocupación especialmente por sus criados, aunque posteriormente harán extensiva su “compasión” a los trabajadores de las obras y demás residentes pobres. Ya desde antiguo se mandaban los criados enfermos al hospital de San Juan de Dios, en Ocaña. En 1750 se abrió en el Sitio por sólo el tiempo de jornadas, un hospital. Estaba al cargo de la hermandad de la Señora de la Esperanza, aunque los enfermos de cierto cuidado seguiánse mandando con un carro del rey a Ocaña o al Hospital General de Madrid, desistiendo de hacerlo con los más graves por el peligro de fallecimiento durante el camino.
Como la situación sanitaria no mejoraba, los médicos del Sitio clamaban continuamente a los reyes, muy en particular el doctor don Juan Bautista de Cutanda, titular de Aranjuez, que consistía en la necesidad de la creación de un hospital permanente en el Sitio. Atendiendo a la perentoriedad del asunto, Carlos III accede a su realización y este establecimiento se construye, debido a la traza y dirección de Manuel Serrano. Se inauguro el 30 de enero de 1776, y el mismo día, el marqués de Grimaldi daba la orden al gobernador Escudero para que se redactase un reglamento por el que debía regirse toda la actividad hospitalaria. El gobernador, que conocía bien la capacidad literaria y de síntesis de Álvarez de Quindós, entonces oficial de la Contaduría, le encargo su redacción.
El apreciado autor se convertía así, un tanto de incógnito, en uno de los protagonistas de esta historia. Quindós apenas si hace referencia a este hecho, como no dando importancia a su autoría. Sin embargo, muchas partes de este reglamento contienen bastantes datos que deben ser valorados por ser el reflejo de muchos aspectos de la vida, costumbres, modos y necesidades de aquella época.
El número de camas del hospital es de cuarenta y cinco, distribuidas en tres salas, dedicando treinta y cuatro para medicina y once para cirujía. “Las camas estarán formadas con dos pies de hierro con tablas de madera dadas de verde y oro pimiento, un colchón, un jergón, dos sabanas, una manta, un cobertor y una almohada”.
Se admitirán pacientes “sirviendo la intención del fervoroso corazón del Rey…
todos aquellos infelices que carezcan de medios para ello, a todos los criados, dependientes, peones arreglados de jardines, cortijos, de los que siguen la Real Comitiva ..”. Los criados de particulares y otros señores pagarán, “ellos, o sus Amas, seis reales diarios por razón de Hospitalidad”. “No se
efectuarán descuentos de sus sueldos a los criados de S.M.”
Por cada soldado ingresado se pagará un real si son de la Compañía franca y tres en el caso de pertenecer a las Guardias Españolas, Walonas, etc.
Los enfermos encontrados en la calle, o se “supiese su necesidad, los
emitirán al Hospital, donde serán admitidos por de pronto socorro… esta
caridad se extenderá a las mujeres, sin embargo de no haber Sala destinada
para su sexo… hasta su remisión al Hospital general de Madrid, en el carro