Según describe Don Ángel Ortiz Córdoba, en su libro:
Don Ángel dice así:
en su
CAPITULO VII
Sanidad, Beneficencia, Religión, Costumbre
Págs. 60
Hospitales, Botica. Salud Pública
El clima de Aranjuez no es saludable. El padre Tajo, que da vida al Sitio, ayuda a acortar la de sus habitantes. Dos son las desgracias más acusadas que el río inflige a sus hijos. El lento discurrir de sus aguas a través de los bellos meandros, se transforman en furibundo arrasamiento de las verdes riberas cuando reproduce el deshielo en las lejanas cumbres o por efecto de tormentas más cercanas. Las aguas arrastran todo lo que encuentran a su paso. Cuando vuelven a su normalidad, grandes charcos empantanan amplias zonas de terrenos: llega el verano, y se pudren produciendo un clima infecto, incrementado con las emanaciones de los numerosos montones de estiércol o de hojas en descomposición orgánica, para producir el mantillo tan necesario en el abono de las tierras de los jardines y huertas. Las deficientes condiciones sanitarias del país se incrementan en el Sitio con la aparición de las enfermedades tercianas en verano y las reumáticas en los brumosos inviernos. Quindós, citando a Mr. Presavin, dice que en los habitantes de Aranjuez “se hecha de ver un semblante descolorido y lívido, cuerpo desgarbado, torpe y perezoso en sus movimientos, con un carácter triste”. Según él, un dicho popular afirmaba: “Este tiene cara de Aranjuez, o este se parece a los de Aranjuez”. Estas enfermedades, introducidas en unos organismos en su mayoría desnutridos, debían producir verdaderamente unos tipos faltos de fuerza, asténicos.
El miedo a este clima se reflejaba en los permisos y licencias que los sucesivos reyes concedían a los gobernadores para poder ausentarse del Sitio en determinadas épocas, y más concretamente en el verano, el tiempo de la “intemperie”. No son veraneos en el sentido lúdico, son solamente ausencias para preservar la salud, pues los que los disfrutan han de seguir ocupados en sus respectivos oficios. Será la primera vez en concederse esta gracia cuando Felipe II el 17 de junio de 1583 otorgaba al gobernador Luis Osorio “licencia para estar fuera del Sitio algunos meses de este verano, e irse a la Villa de Ocaña”; reitera esta merced Felipe III el 12 de septiembre de 1607, ampliada a “los Señores de la Junta de Obras y Bosques para ir a Ocaña u otra parte de la comarca de Aranjuez, dónde estén juntos para conferir, tratar y resolver los negocios..”. También Fernando VI dará permiso al gobernador Baltasar Prado el día 9 de agosto de 1753, “para evitar las tercianas del Sitio que se están declarando... y se van a entrar en el tiempo peligroso de padecerlas”, para que tanto los miembros de la Junta como los Capellanes “puedan retirarse a parajes más sanos”. Con Carlos III, el gobernador y la junta se subían a Ocaña, pero con la obligación de bajar los sábados al Sitio en varios coches los dependientes de Contaduría, para efectuar los pagos a criados y empleados. Esta aquiescencia,