“Hay quien da por cierto que María Cristina celebró su casamiento morganático con Muñoz diez días después, el 28 de diciembre, a los tres meses justos de morir Fernando VIII. Lo positivo es que el 7 de noviembre de 1834 dio a luz una niña, a quien se puso el nombre de Victoria, y cuya crianza fue confiada a la señora de Castanedo, que para este fin se traslado a Segovia. La imprudente ostentación de lujo que rodeó a la misteriosa niña y a los encargados de ella, así en Segovia como luego en Aranjuez, despertó la curiosidad de aquellos vecino, que al fin averiguaron sin gran trabajo, y acabaron por revelar el origen de lo que se quería mantener cuidadosamente guardado”.
“En los últimos meses del año 35 dio a luz Cristina un niño,y para evitar los rumores y sospechas a que había dado lugar la niña Victoria, fueron trasladados los dos niños a Paris, en enero del año 37…”.
Algunos más detalles relacionados con este caso se cuentan en mi libro Aldea, Sitio, Pueblo. Aranjuez, 1750-1841. Las cursivas en este caso, son mías, indicando su importancia por lo que ocurrirá en Aranjuez en los siguientes años.
La reina Regente no quiere, no puede revelar su secreto. Sí irá asignando unos buenos empleos a los familiares y amigos, adeptos todos, de sus esposo Fernando Muñoz. Es claro que está creando una estructura favorable a ella, quizá, opuesta a los verdaderos intereses de su pequeña Isabel. En el caso de Aranjuez, todos estos personajes serían conocidos por “los Muñones”.
La Gaceta de Madrid publica en 1835 un suplemento en el que se inserta una ley que se titula “Real Decreto para el arreglo provisional de los ayuntamientos de la Península e Islas Adyacentes”. Y en agosto del año siguiente, en aplicación de esta ley, se celebran elecciones en Aranjuez para designar la primera Corporación Municipal y el primer Alcalde Constitucional en esta nueva y definitiva etapa. A partir de ahora habrá un cambio sustancial en la vida política y social en el sitio. La relación Palacio-residentes se transforma en Palacio-Municipio. Aranjuez, jurídicamente, es agora un pueblo más de España, regido por las mismas leyes que imperan en el resto de la nación. El Intendente de Palacio ya no tiene atribuciones directas sobre la población de Aranjuez. La figura del Gobernador desaparece y nace en su lugar la de Administrador del Patrimonio de la Corona. Los habitantes ya no son “residentes” sino “vecinos”. La Corporación municipal se instala en la Casa del Gobernador, arrendada simbólicamente al Patrimonio. Desde entonces, este edificio no ha dejado de albergar a todos los ayuntamientos que se han ido sucediendo.
El Patrimonio, que había concedido algunas facilidades al primer ayuntamiento para que éste pudiera cumplir con una mínima gestión y poder prestar los servicios más necesarios, opone, por otro lado, una decidida oposición para su desarrollo económico. La cesión o transferencia de los derechos para cobrar los distintos arbitrios e impuestos municipales, que ya no eran “patrimoniales”, no se llega a ella sino mediante posturas enfrentadas y tras laboriosas gestiones. El Patrimonio empleaba todos sus recursos legales para retardar el momento en que debía renunciar a manejar estos fondos. Entre sus asesores jurídicos se hallaban los llamados “Caballeros Consultores”. Estos, desde Madrid, marcaban unas directrices duras, sin concesiones, insensibles a las necesidades de nuestro pueblo. En 1841, uno de ellos aconsejaba: “Al aplicar el artículo 10 de la Constitución, nadie puede ser despojado de sus cosas ni de sus derechos, sin que primero se le dé la competente compensación”. Pero el ayuntamiento no podía compensar con nada, puesto que nada poseía. Había nacido desnudo, ayuno de cualquier bien material, falto de algún ingreso económico, sin recursos. Si el Intendente de Palacio hubiera aceptado este dictamen de forma categórica, Aranjuez hubiera sido para siempre un ente raquítico, o más bien sin vida. Difícilmente se hubiera podido entender estas dos instituciones, llamadas desde el primer momento a colaborar en la mejor armonía.
El cobro de las “Rentas y abastos públicos” ascendería por todo el quinquenio 1837-1842 a 452.547 reales, con una media anual de 90.909 reales. AL año siguiente, 1843, los ingresos eran de 184.610 reales, que no cubrían ni la mitad de todas las necesidades municipales, según el presupuesto hecho por aquella Corporación.
En esta pugna con el Patrimonio, los distintos alcaldes –Ibarrola, Casi, Navarrete- tuvieron que demostrar mucha firmeza y aguante en defensa de los interesas de la población. Ibarrola y Casi, más inteligentes y dialogantes, eran tolerados; pero Navarrete, un hombre más impulsivo y pleno de entereza, sería tachado de mal alcalde y traidor a los intereses de la Reina Isabel. Poco a poco se fue transfiriendo el cobro de los impuestos y los sucesivos ayuntamientos podrían regir el municipio sin tanto ahogo económico.
Uno de los problemas heredados es el del mercado público, en la llamada Plaza de Abastos, que ahora se denomina de la Constitución. El Ayuntamiento empieza por ordenar los puestos de venta de una manera más racional. Se dispone que “los vendedores de quincalla a lo menudo, hierros y telas” levanten sus tiendas para alejarlas del puesto de carnicería y choricería. Se les agrupa en el espacio formado por “la fachada del Parador del Rey, calle Stuart y esquina de la Constitución”. Se desoyen las quejas de estos vendedores que creían, con