imposición de un impuesto especial de “cuatro maravedises a cada cuartillo” de vino, para subvenir los gastos de la guerra” –que se sumaban a los “dos quartos en cada azumbre” cargados el año anterior para “la composición del Puente de Barcas”-, la expulsión de los pobres –que no eran “los menos consumidores”-, y la apertura de una taberna libre de impuestos por cuenta de los artilleros de Segovia que estaban en Aranjuez construyendo una mina subterránea para llevar el agua de Ontígola a la Huerta Valenciana. Sin embargo, al año siguiente todavía empeoraron las condiciones, aunque el administrador Moratilla no logró que los arrendatarios se comprometiesen a adquirir la enorme cosecha de 14.000@ obtenida, por lo que en 1808 la Administración –acuciada por la catastrófica situación económica- forzó los contratos imponiendo a los concesionarios la obligación de adquirir toda la cosecha producida al exorbitante precio de 29 reales por arroba, con el fin de conseguir que el Cortijo se autofinanciases, y asó ahorrarse los 20.000 reales mensuales que se entregaban para manutención. Aunque la media no debía aplicarse durante mucho tiempo, pues ese mismo año las tropas francesas entraron en Aranjuez y se llevaron todo el vino, aceite, grano, paja, heno del Cortijo, Campo Flamenco y Casa de Vacas.
Y aunque el siguiente año el Intendente francés todavía logró reunir en el Cortijo 52 equinos –incluidos 27 caballos-, el 24 de junio fueron sacados en secreto por los vecinos en connivencia con los cuidadores y trasladados a Sevilla; mientras que una partida mandada por José Felipe Mangudo se apoderó el 18 de julio de las 496 ovejas que quedaban. Un año más tarde, a pesar de que el Departamento del Cortijo –disuelto el 8 de julio desde Cádiz- fue reorganizado administrativamente por el gobernador francés Varese, la cosecha de vino tuvo que malvenderse por sólo 11.000 reales ante las dificultades planteadas para su recolección por las guerrillas formadas por grupos de 30 o 40 hombres a caballo, mientras que la de 1811 ni siquiera logró subastarse, pues las partidas nocturnas robaron las uvas.
Según informa López y Malta, pasada la Guerra de la Independencia el Cortijo volvió a manos de la Administración Real, que escarmentada por pasadas experiencias, 1815 lo arrendó a dos particulares, Pedro García y Pedro Somoza, por un periodo de doce años y en la cantidad de ciento veinte mil reales cada año, para los reparos de aquellos edificios, cercas y demás”; aunque en 1821 se le negó permiso a un particular para establecer un molino “en el desaguador del caz baxo del Cortijo”, quizás por hacer competencia a otros molinos existentes. Sin embargo, pasado el plazo, los escasos beneficios que la inmensa finca producía hacia muy difícil encontrar pastores; y aunque en 1832 se arrendó a unos suizos que aplicaron “costosa maquinaria moderna” para mejorar la explotación, “al poco tiempo se retiraron con pérdidas de importancia”, por lo que “desde aquella fecha durante veinticinco años” y “exceptuando la tranzonera dividida en treinta y tres plazas que siempre estuvo arrendada”, se administró directamente “por el Real Patrimonio”, que “desatendió su mantenimiento” hasta el punto de que de sus tapias y verja quedaron solo “mínimas señales”. Y aunque “el administrador D. Manuel Jácome trató en 1843 de dar nueva vida a esta posesión”, las labores realizadas se limitaron a “marrear lo más perdido del olivar y a sustituir algunos miles de cepas en las envejecidas viñas, operación que realizaron inteligentes andaluces”, “aunque en pequeño se montó una fábrica de aguardiente, se arregló la viga de prensar la aceituna, por hallarse defectuosa, se contruyó un establo para los bueyes de la labranza, que hasta entonces se colocaron en las cuadras, y se reparó de albañilería todo el edificio”. Nuevos administradores plantaron entre 1844 y 1848” una nueva viña en el sitio conocido por la Dehesilla, ocupando unas doscientas sesenta fanegas de tierra”, y repusieron “el arbolado lineal, abriendo una nueva calle a espaldas de la casa que sale a la de Olivas, y otra plantada de frutales, por bajo de este edificio, que llamaron de Manzanos y que terminaba en el caz chico; pero “ante la” decadencia estrema” de viñas y olivar la Administración General dispuso “la tala completa de todo aquel plantío”, aunque el administrador del Cortijo logró evitarla arrendando algunos trazones a particulares, que difícilmente lograban recuperar las inversiones efectuadas. Sin embargo, en 1857 un nuevo arrendador mejoró las tierras, repuso los árboles frutales y procuró elevar la calidad del vino logrando producir, “anualmente y por un término medio”, “catorce mil arrobas de vino y de tres a cuatro mil de aceite”, sin contar “unos setenta mil reales anuales” que la Administración percibía “por el arrendamiento de los demás trazones”; llegando a sumar en 1868 “diez y siete mil setecientos olivos, ciento setenta y un mil trescientas cepas y mil setecientos ochenta frutales”.
De este periodo poseemos un plano levantado hacia 1865 por la Junta General de Estadística dentro de la Topografía Catastral de Aranjuez que nos permite conocer la traza general del conjunto, que no debía haber cambiado demasiado desde su construcción. Se distinguen aquí la actual capilla, que se enlaza mediante tapias a la Casa Grande –con habitaciones en la fachada delantera y cuadras en la trasera-, de la que se sobresalen dos apéndices: el que señala el limite nordeste del recinto –que todavía se conserva-, y otro aún mayor –hoy desaparecido- que nacía la esquina noroccidental de la Casa Grande y se extendía hacia el norte en una estrecha crujía –destinada a cuadras y habitaciones- hasta doblarse por el costado septentrional en un segundo cuerpo de cuadras, formando un patio trapezoidal con el primero. En simetría con la Casa Grande aparece un edificio en “H” formado por un cuerpo de habitaciones –hoy desaparecido- que se enlazaba con la actual bodega mediante un volumen intermedio, con una inmensa rampa de acceso, que acogía la almazara y el lagar y que tampoco existe en la actualidad.
En 1869, tras la revolución de septiembre del año anterior que expulso a Isabel II del trono y en virtud de la ley de 18 diciembre por la que “se declararon desamortizables en Aranjuez todas las fincas rústicas urbanas que formaban el Real Patrimonio”, según nos informa Simón Viñas, “el Real Cortijo fue la primera finca que se vendió”, y el General Prim, “que fue el comprador, trató de construir una vía férrea que arrancando de las cercanías del puente de hierro sobre el Tajo fuera a la referida posesión”, aunque “su inesperada y alevosa muerte hizo fracasar el intento”; como también fracasó la propuesta de elevar un panteón para sus restos en el propio Cortijo a pesar de que su viuda, la duquesa de Prim, obtuvo los permisos necesarios.
Este cambio de propiedad no debió implicar demasiadas modificaciones, pues los nuevos dueños conservaron usos y tradiciones, como la romería a la ermita el día del santo, manteniendo “bastante bien cuidadas” las calles de arbolado, por tratarse de una finca que tenía “mucho de recreo”; aunque a titulo de curiosidad puede citarse la presencia hacia 1890 de un alcalde pedáneo, al considerarse el Cortijo como un núcleo de población permanente, diferente de Aranjuez.
Tres años antes, en 1887, la duquesa de Prim ya había vendido la propiedad a los marqueses de la Laguna, que a su vez la enajenaron a un particular en 1920, pasando por varios propietarios hasta que en 1944 volvió a manos del Estado tras ser adquirida por el procedimiento de “ofrecimiento voluntario”, pasando a formar parte destacada –por su interés social y productivo- de un conjunto de 15 fincas singulares distribuidas por la Comunidad que dependían del Instituto Nacional de Colonización, que al año siguiente dividió los terrenos en 216 lotes de 3 a 5 hectáreas que fueron entregados a otros tantos labradores con condiciones de pago aplazado de hasta veinte años. Tres años más tarde, en 1948, se emprendió además la construcción de un poblado modélico dentro del perímetro del antiguo Cortijo siguiendo el proyecto del arquitecto Manuel