que el palomar tiene entrada por una escalera exterior apoyada en una bóveda rampante de ladrillo que conduce a una puerta en el testero sur. Una vez dentro se aprecia un forjado de madera con pavimento de yeso fratasado, unas paredes perforadas por nidales de albañilería realizados aprovechando el módulo de las piezas de adobe, y una cubierta abovedada de doble rosca de ladrillo macizo.
Aunque según Rosell ya en tiempos de Felipe IV se plantaron en los terrenos del Real Cortijo hasta 400.000 moreras –“entre otras plantaciones”-, la fecha de creación de este conjunto debe retrasarse –según Ortiz Córdoba- a finales de 1761, cuando Carlos III firmo la Real Orden que establecía su creación, aunque la mayoría de los textos todavía repiten a Álvarez de Quindós al datar su origen hacia 1762, cuando a la derecha del Tajo “se formaron praderas artificiales para las vacas de leche que vinieron de Italia, y se extendieron por el Vadillo de los Pastores, la Cenizosa en las asperillas, y tierras de Villafranca, donde llamaban el campamento” –quizás por ser en este lugar donde acampó en 1752 un Destacamento de Infantería con 3000 “hombres sacados de diferentes regimientos, que formaban seis compañías de granaderos, y treinta y cuatro piquetes de fusileros”, que permanecieron aquí para efectuar diversos ejercicios ante los reyes desde el 23 de mayo hasta el día 27, en que volvieron a Ocaña-. A este terreno “diósele el nombre de Real Cortijo, cercándolo parte con tapia, y parte con verjas”.
Las tierras más bajas se regaban con derivaciones desde el “caz principal” o de la Azuda –construido entre 1530 y 1565 por Carlos V y Felipe II con una longitud de 7 Km_, aunque dos años después, en 1764, se derivó una nueva acequia de casi 4 Km de longitud que tomaba sus aguas en el Embocador –unos 20 m aguas arriba de la del caza de la Azuda, al que termina vertiendo-, y que en un principio se llamó de Fornells por el ingeniero hidráulico Vicente Fornells que la había construido, y después se bautizo como Caz Chico.
Pero ya en 1766, por orden de 24 de diciembre, “pareciendo que sobraba mucha yerba de la manutención de las vacas” se había establecido “una labor de quinientas treinta y cuatro fanegas de tierra”, todo lo más distante en las asperillas, y hasta la raya del término de la villa de Colmenar, para siembra de granos, y plantíos de viñas y olivares”, “baxo la dirección de Don Josef Palaci”, aunque “por su pronta muerte” la “direccion de las labores” recayó luego “en Don Carlos Bechio, y Don Esteban Palaci, clérigo, todos de nación Lombardos, que a este fin vinieron de Italia”, al igual que “Josef Ripamonti, natural de Spino, Obispado de Lode”, que llegó en 1768; aunque según informa Ponz para las faenas agrícolas se utilizaban “hermosos bueyes como en Andalucía”.
Un año mas tarde, por mandato del 29 de mayo de 1769, se encargó al propio Vicente Fornells que prolongase el caz de Colmenar “desde las casas de Mal-abrigo, en que concluía, hasta atravesar esta labor por la parte más alta, y desaguar en el de la Azuda” mediante un nuevo canal de 8 Km de longitud que se bautizo como la Cola Alta, pues al hacerse Carlos III en 1771 con la propiedad del propio caz de Colmenar –construido entre 1529 y 1581 por los mismos reyes que el anterior-, que fue incorporado a la Real Hacienda previa indemnización a los vecinos de aquella villa, se ordeno a Fornells por Real Cédula de 27 de febrero de ese año que lo reparase, pasando a llamarse de la Cola Baja el tramo de 6 Km desde donde fue sangrado para abrir el anterior hasta su desagüe en el Embocador.
En 1770 también “se fabrico una casa grande (…) con un cuarto para los reyes, habitación para el Director y otros dependientes, cuadras, pajares, talleres, y almacenes, con un oratorio para beneficio de la gente empleada, que se bendixo el año 1771”; aunque López y Malta-que cifra la construida en “21.101 metros y 25 centímetros estando cubiertos 6.554 con 56 centímetros, y lo demás ocupado por patios”- retrasa el final de las obras hasta 1772.
Simultáneamente se adornaron las plantaciones “ con calles anchas de quatro filas de álamos negros, fresnos, chopos, robles, nogueras y tilos”, entre las que –según Nard- destacaba “la del Gobernador, de altísimos robles (…), donde nunca penetra el sol”, aunque según Lopez y Malta también eran dignas de citarse la del Cortijo “que va recta a la casa”; la de los Rosales, desde la anterior al Cortijo viejo; la de Confesores, que comunica la de la Princesa con la del Embocador; la de los Cerros, que empieza en la de la Princesa “y concluye fuera de la posesión”; la del Rey, que cruza el cortijo para salir al camino de los Callejones, la de Espinos, que comienza donde termina esta ultima y finaliza en la de los Rosales: la de Ojalva, que va a la Casa Grande desde la de los Cerros; y la de Olivas, que empieza donde la de Espinos para concluir en los montes circundantes.
Este trazado que ordenaba el territorio mediante interminables avenidas arboladas pretendía responder a las exigencias de un establecimiento agrícola modelo –“digno por su grandiosidad y por su gusto del monarca que lo concibió”, en palabras de Nard-, dentro de la política ilustrada impulsada por los ministros Grimaldi, y Floridablanca –que según Virginia Tovar “estuvo hondamente implicado en el proyecto”-. Sin embargo, nunca llegaron a alcanzarse los resultados previos, pues aunque teóricamente el Cortijo se planteó como un centro de investigación agrícola donde se aplicarían nuevas técnicas de cultivo, como arados o insecticidas más eficaces, con la esperanza de que fuesen imitadas por los particulares en sus propias explotaciones, en la práctica se desvió muy pronto de aquellos objetivos, convirtiéndose en una muestra de agricultura regia donde se invertían grandes sumas en busca de la mayor magnificencia, hasta el punto de convertirse en escenario para celebraciones cortesanas, como las “fiestas a caballo” que organizaba Lorensini El Romero.
La finca todavía conocería nuevas ampliaciones, pues “quando el Rey mandó llamar nuevos colonos que pusiesen en cultura aquella vega, libres de toda renta o canon por diez años”, “Don Cristóbal Canosa, Don Juan de Boygas y Don Manuel Serrano tomaron un pedazo de cuatrocientas y dos fanegas de tierra de baldío en término de la villa de Colmenar”, donde “hicieron una nueva labor, y plantaron muchas viñas y olivas, con una casa labradora en su centro”: pero “cumplidos los diez años propusieron a S. M. no poder continuar en su cultura por no corresponder los productos a los gastos que habían hecho, ofreciendo ceder este cortijo al Rey si gustaba tomársele” y “como estaba lindando con la tierra de S. M., y con el cortijo grande, tuvo a bien mandar, en orden de 31 de mayo de 1777, que se incorporase a él ese pedazo de tierra, pagando por tasación labores, enseres y la casa” conocida como Cortijo Viejo –que contaba con su propio oratorio y “holgadas oficinas”, aunque fue después abandonada por ser “sobradamente capaz la nueva” del Real Cortijo-; dándosele luego “mejor forma, y mayor aumento a los plantíos de viñas y olivas, corriendo unido para los productos y gastos con el cortijo del Rey”.